DIVERSIDAD ALIMENTARIA EN EXTINCIÓN
Katherine Fernández *
Las sociedades modernas, ricas o
pobres, en su camino hacia el desarrollo, han aprendido a depositar su
confianza en la industria y más aún, a confiarle su vida misma, fortaleciendo
su relación de dependencia y condicionamiento al consumo de medios de vida y
olvidando importantes capacidades, habilidades y artes autogestionarias.
Un
ejercicio de análisis muy sencillo de nuestro espacio de vida nos hará
encontrar en todas partes productos industrializados, empezando por el propio
cuerpo cubierto de mercancías. Desde las acciones más íntimas hasta las más
públicas, están precedidas y seguidas de un producto industrial, lo cual
configura una forma de vida proindustrial que condiciona nuestro grado de
dependencia que, a su vez, determina nuestra incapacidad individual o colectiva
de proveernos de las diversas utilidades básicas. Si solo analizamos nuestra
forma de alimentarnos, encontraremos que nada hemos producido personalmente,
que hemos desechado las posibilidades de hacerlo, y lo más triste todavía, que al
elegir un alimento industrializado, no sabemos qué cosa estamos comiendo. Ya es
difícil decir si es por ingenuidad o por comodidad extrema.
Si
bien la propuesta de soberanía alimentaria elaborada por la Vía Campesina y
celebrada por la FAO, es un concepto circular que involucra a productores y
consumidores, el discurso global solamente habla de producir para vender, pero
nunca de responsabilidades y mucho menos del rol de los consumidores en la
compleja dinámica del sistema alimentario. Este rol en el mercado liberalizado
agroindustrial es igual que el de los obreros de base en una fábrica, o los
esclavos del antiguo Egipto, o incluso los siervos de algún palacio, todos
trabajando por un fin ajeno, a cambio de pequeñas porciones sus propias vidas.
Independientemente
de qué lugares en el planeta tienen todavía tierra fértil, el modelo de
agricultura de explotación para la exportación está en la mentalidad de todos
los productores, grandes o pequeños, inscritos en la carrera por la modernidad.
Aunque hayan surgido los movimientos en defensa de los territorios o la
sabiduría agropatrimonial, el avasallamiento de tierras para la industria
avanza, ya sea con gobiernos cómplices o militares por delante en todos los
países. Sin embargo, los principales cómplices somos los consumidores, esto
quiere decir que no ejercemos soberanía alimentaria de ningún tipo ya que con
nuestra cotidiana elección puede que estemos obedeciendo a patrones
alimentarios establecidos por la agroindustria de acuerdo a sus propios
intereses ligados al dominio de millones de hectáreas de tierra, gestionados a
través de la omnipresencia de la publicidad que muestra “alimentos felices”,
“refrescos felices”, y gente muy bella comiéndolos.
Antisoberanía, el plato nuestro de cada día
En
Bolivia se consumen toneladas de alimentos procedentes de la industria, tanto
de importación legal como de contrabando, expuestos en largas y soleadas ferias
donde los productos no son baratos, una lata leche evaporada Nestlé cuesta Bs
12, eso alcanza para comprar 30 panes, una lata de atún cuesta Bs 15 y alcanza
para una sola persona, un paquete de mantequilla extranjera cuesta Bs 14, la
nacional cuesta la mitad, una lata de cerezas en conserva cuesta Bs 15, siendo
un país con tantas variedades de fruta silvestre, un tarro de leche en polvo de
370 gramos para 4 litros, cuesta Bs 40, teniendo tantas señoras que llevan
hasta la puerta de la casa leche natural a Bs 4 el litro, la mayonesa de 230
cm3 cuesta Bs 9, con su aditivo conservante E 211 (benzoato de sodio), clasificado
como peligroso por el daño celular que ocasiona, en tablas que la mayoría de
los países aplican legalmente.
Y
así la lista de alimentación industrial nunca se termina, se renueva. Pero la
gente argumenta que consume pocos alimentos naturales y propios, como los
cereales andinos, las 1700 variedades de fruta, las más de 150 variedades de
papa, las verduras que han inventado colores nuevos de tantas que son, las
leguminosas superiores a la carne, los granos de oro como quinua y amaranto, la
variedad de especias o la miel de abejas, porque dicen que son muy costosas,
solo las paga el turista. Cuando en realidad las pisoteamos en los mercados
barriales de tanto que sobran y de tanto que las vamos desconociendo.
La
gente en las calles de La Paz declara que en su ingesta diaria siempre apurada,
encuentra con más facilidad carne de pollo, papas fritas, arroz, fideo y
refrescos embotellados, que están reconformando progresivamente la cultura
culinaria. Un estudio de OXFAM, del año 2009 sobre los rubros de gasto alimentario
de los hogares bolivianos, indica que el 20,4% se destina a pan y cereales,
20,2% a carne, 12,3% a legumbres y 25% al consumo de alimentos fuera del hogar.
El
dato preocupante es que el porcentaje más alto está destinado al consumo fuera
del hogar, lo que indica que la oferta alimentaria de los restaurantes influye
significativamente sobre la elección de comida y si además analizamos el
incremento de locales con pollo frito, encontramos que coincide con el aumento
de consumo pollo de 21 a 36 kilos por persona, por año. Este comportamiento es
similar en el campo o en la ciudad y forma parte de una cadena que tiene que
ver con el incremento de granjas avícolas en Santa Cruz y Cochabamba, que a su
vez, demandan alimento balanceado para aves que contiene soya, siendo que la
superficie cultivada en Bolivia es de 3.1 millones de has., de las cuales la
soya ocupa 1 millón, a costa de ampliación de frontera agrícola y pérdida de
bosque amazónico.
Si
alguna crisis alimentaria podemos citar, pues es la que se origina en la
pérdida de conciencia y valoración de la biodiversidad y el bioconocimiento
reducidos a simples postales. Esta pérdida nos lleva a hablar de consecuencias
como la creciente dependencia y como no, el cambio climático, que es ocasionado
en gran proporción por la industria, donde el rubro alimentario tiene su
gigante cuota de responsabilidad al desequilibrar ecosistemas por la
proliferación de monocultivos.
El
60% de la soya agroindustrial boliviana se exporta y el restante que se queda
es para el mercado local, pero no para solucionar el hambre boliviana, que es
negociada como parte del paquete que consigue facilidades agroexportadoras y
financiamiento por vía estatal.
Resistencia y liberación alimentaria
Bolivia
está en el corazón de la ecorregión más abundante en naturaleza, por lo tanto
es la despensa de toda la política internacional imaginable, transnacional y
estatal, así que si no la protegemos desde nuestra misma mesa, cuchara y
cocina, lo perderemos todo en poco tiempo, ya hemos perdido demasiado, un hecho
que nos hace dependientes cada vez más del recetario dietético monopolizador de
la tierra. Nos están ganando el control a través de los precios de los
alimentos, no es posible que una crisis extranjera nos maneje el costo del pan
en el mercado interno, pero a ese colmo hemos llegado. Las transnacionales de
la alimentación están decidiendo el ritmo del mundo, las armas y las
comunicaciones están en segundo lugar. A este paso ellos, que han creado bancos
de conocimiento, nos cobrarán muy caro para enseñarnos pedacitos de lo que no
quisimos escuchar a nuestras abuelas y de lo que tenemos en abundancia por
ahora.
Más
allá de que en Bolivia somos apenas 7 millones y que económicamente no
significa nada para el mundo empresarial nuestro miserable consumo, tenemos que
estar conscientes de que en política sí han impactado nuestras movilizaciones,
alguna vez fuimos Davides frente a Goliat y lo derrotamos. Ahora la lucha está
planteada en nuestra mesa, sin sangre ni balas, decidamos qué comer, exijamos
comida de nuestro dignificante patrimonio y recuperemos la relación directa con
la tierra, enterrada por asfalto y cemento, reaprendiendo a cultivar alimentos
y conocimiento.
* Asociación Inti Illimani, energía solar para la
alimentación. La Paz, Bolivia, julio 2013.
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